El lenguaje, necesariamente, debe instalarse en
la naturaleza humana como un acto de rebeldía. La palabra escrita es una forma
de cogitación sensible; es la manera como nombramos y des-nombramos el mundo,
es una forma de enunciación subjetiva que transita por los juegos del lenguaje
y las posibilidades del poder creativo. La palabra oral o escrita, es decir, los
discursos, deben ser la bandera de los sujetos emancipados. No creo en ese
sentido que el acto de escribir o de parir ideas a partir de los juegos del
lenguaje sea una cuestión de simple supervivencia. Es más, si se reduce la
posibilidad emancipatoria y transformadora del acto de escribir, se
desnaturalizan las formas pragmáticas y metaéticas del lenguaje.
Escribir es un acto reivindicatorio. Es una
forma de anuncio y de denuncia. Es la única forma que tienen los sujetos de
reivindicación frente a las formas de poder regente o la efectivización del
poder en condiciones de asimetría social. En ese orden de ideas, escribir es un
ejercicio de poder y forma de acción política, en la medida que los lenguajes
nos permiten agenciar procesos de transformación social, posicionando discursos
que van en contravía de los lenguajes totalizantes y coercitivos por parte de
los actores o grupos de poder. También es cierto que no podemos pensar
ingenuamente que la escritura en sí misma se convierta en un ejercicio de poder
creativo desde una mirada critico-transformadora; sin embargo, las formas en
que se instalan las desigualdades y toda suerte de injusticias han transitado
por los discursos aduladores. Quiero decir aquí que el aspecto escrito y
enunciativo de los discursos posicionan formas concretas de pensar y de actuar,
muchas de ellas han sido totalizantes, lo que significa que el discurso
constituye un dispositivo o una forma de estructurar la sociedad.
Hay que decir que la escritura entraña
elementos metafóricos de la realidad social y, en ese sentido es posible
descifrar los metalenguajes que se circunscriben a través de la palabra
escrita. Así, es posible que la escritura reivindique otro tipo de lenguajes
emergentes que, en cierta forma han estado silenciados por la incapacidad
expresiva de un sinnúmero de sujetos. Si bien Paul Auster al indicar que
“escribir no es una cuestión de libre albedrío, es un acto de supervivencia”,
pretende señalar que el oficio del escritor consiste en formular o inventar
historias distintas a las realidades que nos toca vivir con el ánimo de
postular la esperanza como un escenario de sentido frente al panorama sombrío
que ofrece la sociedad actual, creo que su postura es un poco pesimista ya que
la palabra escrita puede generar y construir sentidos más allá de una fuerza
contestataria o un simple solipsismo que claudica ante las pletóricas formas en
que se cristalizan los problemas sociales.
Considerando lo anterior, el grueso de la
literatura no puede seguir posicionando un discurso cómodo en el que las
narrativas diluyen las fronteras de la realidad, yuxtaponiendo historias
figuradas y alegóricas que en últimas desubican al lector en unas formas
abstractas del lenguaje que poco coinciden con la realidad que atraviesa a los
sujetos. Todo lo contrario, escribir es una forma de resignificar y de dotar de
sentidos a la realidad sitiada del ser humano, brindando la posibilidad de
recuperar el sitio político y enunciativo de los sujetos. Se entiende que los
escritores son seres heridos al sentirse persuadidos por la realidad
circundante, tal como lo indica Paul Auster, pero, si son seres heridos, ¿por
qué pretender despojar a la literatura de su esencialidad pragmática?
Finalmente, aunque escribir supone unos
criterios plagados de convencionalismos y pautas normativas y prescriptivas que
dan como resultado unas retóricas frías y acartonadas con estilos y formalismos
gramaticales más o menos estéticos, es evidente la muerte de la literatura que,
por obedecer a las leyes de la gramática, desnaturaliza y desustancializa la
acción trasformadora de la palabra; es decir, que a filo de la ortodoxia o
profilaxis estética del lenguaje, se estrangule el sentido práctico, liberador
y transformador de la palabra.
(Alexander Monroy) 